Mi moto y mi mujer
Por fin, a mis 45 años, después de 30 de conducir ciclomotores me decidí a comprarme una moto guay. Investigué en Intenet, encontré una que me iba y me la compré. En la misma página donde encontré el anuncio de mi moto había un anuncio de un pobre infeliz vendiendo su moto, una Honda Shadow 750 con el siguiente pie de anuncio: «La vendo porque si no me tengo que divorciar… «
Como hombre casado que soy intento, en lo
buenamente posible, el adaptarme al mundo de mi mujer. Ayudo en la casa
todo lo que puedo… (sin pasarme, como en el precio justo), la acompaño
cuando va de compras. Asisto y sonrío en las reuniones con sus amigas,
etc. etc. Por tanto uno, en su simplicidad masculina, espera que ella se
adapte un poco, se interese una miaja por las cosas que a uno le
gustan… O por lo menos, que te mire y no se ría.
Entre esas cosas
está, claro, la moto. Imaginaos la escena: Martes por la tarde. Llego yo
de recoger mi nueva moto, todo negro y cromo, como el primo gordo de
termineitor. Llevo en los ojos la ilusión de un niño, en los dientes las
patas de seiscientos mosquitos y los empastes oxidados de tanto sonreír
en marcha. Paro en medio del jardín. Bajo la pata de cabra. Paro el
motor. Me bajo. Ella se acerca sonriendo con la escoba en la mano. Pero
parece tomar precauciones, se acerca como se acercaría a un perro
amistoso, pero desconocido.
«Qué chula», me dice, manteniendo la escoba entre su cuerpo y la moto.
«¿Verdad?
Vénga vístete que te llevo a estrenarla», le digo mientras me limpio
con un palillo los restos del último moscardón que mastiqué en el
camino. Ella se mete en casa y yo paso los siguientes veinte minutos
(tiempo record para lo que es ella) mirando y remirando la moto.
Por
fín sale. Se ha puesto una camiseta de tirantes, una falda vaporosa
hasta los pies, un par de chanclas como de playa y un poncho de
ganchillo con flecos. La miro incrédulo.
«¿Qué te has puesto para ir en moto?» le pregunto.
«¿Qué pasa?», me dice con el tono ese de tío-estás-atontao. «No querrás que me ponga el traje de cuero en verano.»
«Pero te vas a ver negra para subir».
«Tú calla y… calla» dice, cerrando toda discusión posible.
A
continuación se coloca un casco de uno de los hijos más o menos tres
tallas mayor que la que necesita. Ella no tiene casco propio, nunca se
lo quiso comprar. Yo miro alucinado como se coloca el casco en el
cogote, con la visera apuntando al cielo, y después aprieta el
barboquejo todo lo que puede para que no se le caiga y se le quede
colgando a la espalda.
Mira mis ojos fuera de las órbitas y mi boca abierta de estupefacción.
«¿Qué pasa ahora?», me dice. «Si no lo aprieto se cae», me explica absolutamente convencida de que soy tonto.
«Es que no se pone así», le digo. «Tienes que encajarlo bien en la cabeza y que la visera quede horizontal hacia delante».
«¡Vaya
estupidez! ¿No ves que se me aplasta el flequillo? Pues no veas la
pinta que tendría con el casco ahí metío… ¡Venga! Sube de una vez que
aún tengo que hacer la cena.»
Después de más de 20 años de matrimonio
uno aprende cuando las guerras están perdidas. Me subo en la moto,
quito la pata, enciendo el motor y le digo. «Sube ahora».
Ella se sube y dice «Espera que me acomode».
Yo
me dedico a mirar el cuenta kilómetros, los puños, los cromados, el
parabrisas, pruebo el botón del cuenta kilómetros parcial, araño un
mosquito pegado al parabrisas… y mientras tanto no dejo de oir ruidos y
sentir movimientos tras de mí. Por fín no puedo aguantar más
«¿Que estás haciendo?» le pregunto.
«Me
estoy arreglando la falda. No querrás que se me vea todo», responde.
Tuerzo la cabeza y puedo ver cómo ha dispuesto la falda alrededor de sus
piernas en bonita forma…
«¡Pero tía! ¿qué no ves que si la pones así
se te va a enredar en la rueda y la cadena? ¡Métela por debajo de los
muslos para que no cuelgue!»
«Pero se me va a arrugar…» protesta débilmente, porque hasta ella comprende que llevo razón.
Por
fin estamos listos. Yo delante, todo chulo con mi panza por encima del
depósito. Ella detrás, con su falda remetía, el chal anudado en los
hombros y el casco saludando a todo el mundo con la visera como un nazi
fumao… Pillo la carretera, 50…60… 80… y ella suelta una mano de mi
cintura. 90… 100…. y ella suelta la otra mano. Disminuyo la velocidad y
echo la vista atrás por encima del hombro imaginando no sé qué escena
espeluznante (ella con los brazos a lo Leonardo di Caprio gritando que
es la reina del mundo… o algo así) y me la encuentro con una cara
colorada de apuro enorme, y con una mano en el cuello sujetando el chal,
que vuela a su estela como la capa de superman, y la otra en el cogote
sujetando el casco, que le hacía vela con la visera y, tirando hacia
atrás, la estaba estrangulando….
Concluí el paseo sin pasar de 70 y,
por supuesto, al día siguiente fuimos a comprar un casco de su medida,
que, a pesar de todo, la quiero y no quiero pasar a las páginas de
noticias como el primer marido que estrangula a su mujer en una moto en
marcha….
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