Arrancavenytenfé 3. El mejor momento
Cuando menos te lo esperas…
La botella de agua que Taza lleva detrás de la pantalla de su moto estaba ya hecha un bloque sólido cuando llegamos Orihuela del Tremedal. Es un pueblo, creo, más grande que el anterior, en el que Impronunciable había besado la nieve. Al menos esa es la sensación que te produce, de ser interminable, cuando llegas a él en medio de la noche con un frío del demonio y descubres que en este pueblo tampoco han quitado la nieve de las calles. Lo malo es que ahora ha transcurrido casi una hora desde el pueblo anterior, la temperatura ha caído, la noche avanza poco a poco y lo que era un barrillo de nieve pisoteada se ha convertido en una placa de hielo sólido y resbaladizo de tres dedos de grosor.
Avanzamos
como podemos, entre resbalones y derrapadas hasta una pequeña plaza en
la que hay un bareto lleno hasta los topes de orihuelanos. Todos ellos
felices, supongo, de no tener que salir a la calle en una noche como ésta
y, celebrándolo, supongo también, a base de carajillos y partidas de
dominó.
Paramos en la plaza, yo lo hago a la entrada de la plaza, a
la derecha. Obi, que con su Harley va cerrando la marcha con los
intermitentes de avería puestos, me rebasa lentamente. Puedo ver las
llamas azules que lleva serigrafiadas en el motor y tomo nota mental de
hacerle el chiste de si las llamas han sido siempre azules o se han
puesto así del frío.
Hay un pequeño bache en la nieve y su rueda
trasera se mete en él. La moto se detiene y Obi acelera. Puedo ver girar
la rueda a toda velocidad, sin tracción ninguna hacia delante,
desplazarse lentamente hacia la derecha. “Si agarra la rueda de repente
la moto le va a dar un salto hacia delante”-pienso-, pero antes de que
pueda advertirle, parece que él se da cuenta, disminuye la aceleración y
empujando con la piernas y acelerando más suave consigue cruzar la
plaza y situarse tras las tres o cuatro motos que han parado frente al
bareto.
Taza y alguien más han entrado a preguntar por la carretera a
seguir, que el Tom-Tom les indicaba una calle estrecha y en cuesta
imposible de pasar si no llevas ruedas de clavos, por lo menos. Mientras
tanto, los demás hemos bajado de las motos y comentamos un tanto
asustados el estado de las calles de los dos últimos pueblos.
-¡Pues como tengamos que pasar muchos pueblos y estén todos así, vamos aviados! -me dice no recuerdo quien.
A partir de aquí tenéis que perdonarme la falta de memoria y la inexactitud de algunas cosas que estoy contando, pero cuando uno vive una experiencia tan intensa como fue este viaje, hay cosas que saltan a un primer plano y difuminan todas las demás.
Salen del bar y nos confirman que el
camino a seguir es continuar por la misma carretera por la que hemos
llegado hasta la plaza. Miro el camino indicado y puedo ver que
inmediatamente nos aguarda una calle bastante ancha, en una pendiente de
unos 5 ó 6 grados cuesta arriba… total y absolutamente cubierto de
nieve pisoteada, derretida, congelada, vuelta a pisotear, vuelta a
derretir y vuelta a congelar. Es decir, una placa de hielo contínua con
un espesor de por lo menos cuatro dedos.
Seryei, que desde que salió
de su casa lleva atadas en el asa del asiento trasero de su moto un
puñado de bridas de electricista, (Se supone que si rodeas las ruedas
con bridas y les bajas un tanto la presión, hacen el efecto de cadenas y
se puede ir mejor por el hielo), mira preocupado la calle. Duda y mira a
Taza.
-¿No es momento de poner las bridas?- pregunta.
-No vale la pena, -le digo.- Es sólo esta calle hasta salir del pueblo, luego las carreteras están bien.
Me mira con dudas y no dice nada cuando alguien más me da la razón, volvemos a montar en las motos y enfrentamos la cuesta. Es
una cuesta que traza una ligera curva. A la izquierda tiene una
gasolinera y un descampado vallado de alambre de unas obras. Está muy
mal iluminada y eso hace que desde abajo no se vea prácticamente el
final. Como no podía ser menos, Taza es el primero que se atreve a
subir, puedo ver su luz roja iniciando la marcha. Detrás de él va
Banditdo con su VTR 1.000 de más de cien caballos. Detrás de él voy yo.
Iniciamos la marcha. A Taza le he perdido de vista, totalmente atento a
lo que Banditdo va haciendo delante de mí.
La Honda está teniendo
muchos problemas, no sé si es un exceso de tracción en la rueda o que
sus ruedas de carretera se portan peor que las mías, pero puedo ver cómo
la rueda patina una y otra vez, como antes la de Obi, mientras Banditdo
hace todo lo posible por no caerse con ella. Mi V-Strom, sin embargo
sube de maravilla.
Adelanto a Banditdo, porque no puedo hacer otra
cosa. Cuando vas así por el hielo cualquier movimiento, cualquier giro o
vacilación te lleva al suelo, y si paras o frenas… ¿Quién te asegura
que podrás volver a arrancar? Llevo los dos pies extendidos, pero
sin tocar el suelo, voy en primera al ralentí y la V sube como un
tractor, sin tirones, sin vacilaciones. Su motor suena un pelín bronco,
imagino que es por el esfuerzo que hace a bajas revoluciones, pero los
bajos de esta moto son una maravilla y sube, sube, sube. Unos cincuenta
metros más arriba rebaso la gasolinera y puedo ver al dependiente
mirándome con cara de asombro.
Subo, subo, todo va bien, parece
fácil… de repente la rueda delantera se me va y el manillar se me tuerce
totalmente a la izquierda. Pongo el pie izquierdo en el suelo e intento
evitar que la moto caiga para ese lado, pero la moto se inclina y al
hacer fuerza giro el acelerador. La rueda trasera se acelera
enormemente. La moto cae al suelo y me arrastra con ella.
He caído sobre mi costado izquierdo sin que la pierna quede debajo de la moto. Puedo ver frente a mi cara cómo el intermitente se desintegra en un montón de pedacitos de plástico y de hielo y siento cómo la rueda trasera, girando a toda velocidad, hace que la moto gire en el suelo sobre su eje iniciando un trompo. Me doy cuenta de que aún agarro el acelerador, lo suelto y la rueda se detiene y con ella el giro de la moto. Las ruedas han quedado en la parte alta de la cuesta y el manillar y el asiento en la parte baja, donde me encuentro yo.
Me levanto, el
motor sigue en marcha. Me agacho y pulso el botón de corte de encendido
para pararlo. Miro a mi alrededor. Nadie. Con la mala luz diviso al
inicio de la cuesta a Banditdo junto a algún otro, pero están demasiado
lejos y metidos en sus propios problemas. Dudo que se hayan dado cuenta
siquiera de mi caída.
Ni soñar con levantar la moto, al estar
inclinada hacia mí queda más tumbada que si estuviese horizontal. Aún
así me agacho, intento sujetarla de la maneta izquierda y del asa del
asiento trasero, comienzo a hacer fuerza. Se mueve unos centímetros…pero
imposible levantarla.
En ese momento me acuerdo de que mis problemas
de salud de la semana pasada no están curados por completo y que un
esfuerzo puede hacer que me vuelvan las hemorragias. Decido
esperar a que llegue alguien. Me levanto. Miro mi moto, ahí caída y me
da una mezcla de tristeza y rabia. Todo ese aire de velocidad, de
libertad, de potencia que tiene cuando está de pie se convierte en todo
lo contrario cuando está tumbada, se convierte en un trasto, un caballo
con la pata rota… yo qué sé.
Las luces siguen encendidas y pienso que
la gasolina se estará saliendo por el tapón. Busco las llaves y las
giro para quitar el contacto. Vuelvo a mirar a mi alrededor y veo que
se acercan a mí el gasolinero y un señor que pasaba por la acera de
enfrente. Y que me pregunta si estoy bien.
-Sí, por favor, ayúdenme a levantarla.
Entre los tres conseguimos ponerla en pie, bajo la pata de cabra y siento un alivio extraño al verla otra vez sobre sus ruedas.
-¡Pero
hombre! ¿Cómo se os ocurre salir con este tiempo?… ¡y en moto además!
–exclama el gasolinero, que estoy seguro que lleva deseando soltar esa
frase desde que vio a Taza pasar frente a él.
Yo estoy mirando la
moto por si se ha hecho algo más. El intermitente trasero también está
roto. La estribera no, gracias a dios. Ni la palanca de cambios.
Conejudo. No ha sido nada. El gasolinero continúa con su cantinela de
duda sobre nuestro estado mental.
-Las carreteras están bien.
Llevamos 200 kilómetros sin problemas. Es sólo en este pueblo donde está
todo lleno de nieve. -Omito la palabra "puto", que me ha venido a la
boca, que es su pueblo y el hombre, al fin y al cabo, me acaba de
ayudar- ¿cómo es que no quitáis la nieve o echáis sal? –Le pregunto.
El
hombre pone cara de circunstancias, se encoge de hombros y dice:
-El Alcalde no nos deja echar sal. Dice que se estropea el pavimento…- y vuelve a encogerse de hombros. Siento como empiezo a enfadarme pero no puedo descargarlo contra el pobre hombre, que no tiene culpa de nada.
Y
fue en ese momento cuando me sucedió lo que para mí ha sido el mejor
momento de toda la ruta, justo en el peor sitio, justo después de
caerme, justo cuando me estoy enfadando porque he roto los
intermitentes, porque un político imbécil no mira más allá de su
presupuesto y porque aquí estoy, teniendo que aguantar la incredulidad y
la incomprensión de dos desconocidos, cuando me giro y me encuentro a
Mikli, a “Mi” Mikli que ha subido la cuesta corriendo cuando ha visto
que me había caído. Llega, no recuerdo si me pregunta algo, y me da
un abrazo. Un abrazo preocupado, espontáneo, sincero y aliviado. Sólo
dura un segundo, pero me hace el efecto de un bálsamo tranquilizador.
No
es sólo un abrazo, es el saber que no estás solo, el saber que hay
quien te quiere, el notar que tus compañeros están ahí, el comprender
que todo esto que estamos haciendo tiene sentido, concentrado en un solo
gesto físico.
No le digo nada. No es momento y entre hombres machotes esas cosas no se hablan, pero es un abrazo que no olvidaré mientras viva, por lo inesperado, por lo espontáneo, por todo lo que implicaba en aquél momento de intensidad extraordinaria.
Estos
relatos van sobre motos y moteros, pero más aún hablan de la amistad,
del compañerismo, de lo fuerte que unen estas experiencias compartidas.
Ese instante, ese abrazo, lo viví como la esencia destilada de todo eso
que llevábamos viviendo en todas esas horas intensas y de lo que nos
quedaba por delante.
Volví a subir a mi Strom que terminó de subir la
maldita cuesta sin un titubeo, sin una vacilación. Aparqué en la salida
del pueblo, tras la moto de Taza, y poco a poco fueron llegando los
demás. Cada uno traía su propia historia, tan intensa o más que la que
os he contado. No las viví de primera mano y por tanto no os las puedo
transmitir.
La cuesta se cobró su precio. No fui el único en caer,
Seryei, Banditdo y Joserra cayeron conmigo en esos 200 metros
infernales. Por Seryei me sentí ligeramente culpable, tal vez si hubiese
puesto esas bridas, que se volvió a llevar a su casa sin poner, no
hubiese roto el intermitente. Perdóname amigo.
Más adelante vendrían
esos malos momentos, tras la caída de Ginés, en los que el grupo estuvo
dividido, el resto del viaje por carreteras heladas, la tiritona, el
hotel, las risas, el calor, la cena, las medallas, el día siguiente, la
comida…
Creo que no voy a escribir más sobre este viaje. No merece
la pena porque no soy capaz de transmitir lo que allí ocurrió.
Necesitaría docenas de relatos como éste para meterlo todo y aún así
sería algo pálido al lado de lo que vivimos aquél fin de semana doce
moteros, doce amigos, en las heladas sierras de éste
viejo país, de esta España que cada día, a medida que voy conociendo
sus rincones y sus gentes, voy amando más.
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