Bellos Retratos
A veces, cuando cierras los ojos…
Hay días que en que, saturado de ordenadores y de libros, me siento ante la televisión por las noches. Pero hay noches en que tanta salsa rosa y tanta imbecilidad me impelen a apagar el dichoso torrente de imágenes que me lanzan desde algún despacho de marketing hasta la intimidad de mi casa. Entonces, a veces, cierro los ojos y busco mis propias imágenes. Las de los recuerdos que he ido sumando a lo largo de toda mi vida.
(La bicicleta roja con
cubiertas blancas en la que aprendí a montar. Mis hijos, de pequeños,
corriendo hacia mí en una playa al atardecer.
El rizo de pelo atado con una cinta roja que me regaló en mi adolescencia una chica.
El mar de nubes entrevisto desde la ventanilla de un avión a 11.000 metros sobre el atlántico)
Es
agradable dejarse llevar por el azar de la memoria, saltar de un
recuerdo a otro, sortear los desagradables y saborear, recrearse en todo
aquello que alguna vez nos hizo felices.
(Mi mujer mojándome en el jardín con la manguera.
La figurita de Lladró que tanto amaba mi abuela.
El viejo reloj de péndulo y madera.
Los bocadillos de chocolate “Los Muñecos” en el colegio.)
Si
luego se me ocurre contarlo a mis hijos me acusan de ser ya un viejo
que chochea, de olvidar lo que he comido hoy y revivir los lejanos días
de la infancia, como los ancianos. Pero se equivocan: Sé muy bien qué
hago y por qué lo hago.
(Su mano en la mía en medio de una multitud.
Mi mujer embarazada de mi primer hijo gritando en un concierto de “Leño”.
Pasitos descalzos por el pasillo en la mañana del 6 de enero.)
Nos
guste o no, somos memoria. Los recuerdos nos dan la sensación de
identidad, de ser nosotros mismos, de ser los protagonistas de nuestras
vidas. En cierto modo somos coleccionistas de imágenes, agradables y
desagradables, que constituyen nuestro bagaje, nuestro patrimonio vital.
(El estremecimiento de la chica a la que regalé su primer orgasmo.
El recuadro de sol que se paseaba por el techo de mi habitación cuando permanecía en la cama enfermo.
Los libros del Príncipe Valiente.
El zumbido de mi primer ordenador.)
“Estás
equivocado. Aquí también estamos muy solos. Tan sólo nos es dado
llevarnos un puñado de bellos retratos ¿Tú tienes bellos retratos?” le
decía la vieja moribunda a la muerte enamorada en la película “¿Conoces a
Joe Black?”.Yo sí. Yo tengo bellos retratos. Muchos de ellos borrosos,
algunos desvaídos incluso. En colores o blanco y negro. Archivados de
forma caótica. Incluso, sospecho, muchos de ellos retocados. Pero tengo
multitud de esos Bellos Retratos. Me los llevaré donde quiera que
vayamos cuando morimos.
(El reflejo de un monte en el agua en el monasterio de piedra.
Una fila de motos en las curvas de Tremp.
Pelucas moviéndose entre humo de hogueras en Pingüinos.
Mikli riéndose en un plató de televisión)
Pero
no son todos de la infancia. No. Desde hace un par de años mi colección
de Bellos Retratos ha aumentado enormemente gracias a las motos,
gracias a vosotros. Retratos de paisajes y de moteros, de motos y de
rutas, de buena gente y mejores momentos.
(Pinocho desmontando una tienda de campaña.
Un círculo de motos dentro de un cercado para caballos en Huérmeces.
Mi mujer bailando con dos bolitas en la cabeza en el San Jacobo.
El dolor de tanto reír en tantas cocinas del infierno)
A
la belleza melancólica de los sabores del pasado, sumáis una alegría
pura y dura de momentos y de risas compartidas cuyo recuerdo espero que
me acompañe toda la vida.
Yo tengo Bellos Retratos.
Sólo me queda daros las gracias por ellos.
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